En vísperas de la gran cita con el congreso que modernice por fin la vida académica y administrativa de la primera universidad del país, es indispensable hacer el recuento de los eventos que transformaron un peregrino movimiento de protesta contra el alza irrisoria de cuotas no menos absurdas, en una de las peores violencias de que guarde memoria la Universidad Nacional, trastornando de forma perdurable el de suyo frágil equilibrio de una institución que apenas si guarda algún vínculo con lo que alguna vez fue máxima casa de estudios. Heredera y protagonista de los mejores deseos y las ambiciones más disparatadas de una izquierda tradicional, la vida universitaria es reducto destacado del México corporativo que es inercia cultural y mentira fundadora. Y es que, a pesar del lugar común, los trastornos sociales y políticos de este dilatado fin de siglo son como nunca desahogos de una opinión pública que con abundancia de medios poco repara en matices y razones entregándose franca al mejor postor de sus pulsiones inmediatas. El secuestro de la UNAM apuesta precisamente por lo contrario: hace el inventario de los hechos, dibuja los escenarios de la sociedad, la política y la academia, y posibilita el debate urgente del futuro universitario.
