Cuando se está en campaña, la primera victoria de cada día debe ser tan simple como abrir los párpados y respirar el aire contaminado por la pólvora que el rocío encharca: la primera misión de la nueva jornada será no olvidar los sueños de la noche anterior, aferrarse a la imagen de los seres queridos como un alpinista a la frente de una roca.
Nadie ha ganado nunca una batalla, ni siquiera sus posibles vencedores, pues resulta demasiado caro lo que se pierde. La única razón que justifica la tarea de escribir sobre esas derrotas de la inteligencia humana sería conseguir de tal manera que todos nos sintiéramos avergonzados de nuestros contemporáneos y, también, de nuestras insignificantes cobardías.
Rubén se mueve en ambos planos. Sus crónicas se leen limpias de polvo y paja, o quizás el elogio verdadero sea al revés: se leen sucias de polvo y paja. De eso se trata: de transmitir al hipotético lector el susto de la sorpresa, el asombro de la rabia, el miedo al miedo.
