He de reconocer que en nuestras pesadillas siempre supimos que volvería, que algún día subiría el caminito en forma de culebra cercado de castaños y sus botas embarradas cruzarían con un ímpetu desordenado la única puerta de la casa por donde entraba el sol. Se sentaría en la mesa de tarugos sin pulir con la cuchara de latón y esperaría a que se le sirviera de comer como si nada hubiera pasado. Como si no nos hubiera arrancado la alegría del pecho. Era mi padre.