La estatua del Príncipe Feliz se alzaba sobre una alta columna, desde donde se dominaba toda la ciudad. Era dorada y estaba recubierta por finas láminas de oro; sus ojos eran dos brillantes zafiros y en el puño de la espada centelleaba un enorme rubí púrpura. El resplandor del oro y las piedras preciosas hacían que los habitantes de la ciudad admirasen al Príncipe Feliz más que a cualquier otra cosa.
Es tan bonito como una veleta comentaba uno de los regidores de la ciudad, a quien le interesaba ganar reputación de hombre de gustos artísticos; claro que en realidad no es tan práctico agregaba, porque al mismo tiempo temía que lo consideraran demasiado idealista, lo que por supuesto no era. ¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz le decía una madre afligida a su pequeño hijo, que lloraba porque quería tener la luna. El Príncipe Feliz no llora por nada. Mucho me consuela el ver que alguien en el mundo sea completamente feliz murmuraba un hombre infortunado al contemplar la bella estatua.