Gilipollas es una palabra mágica; una palabra culta y popular que da mucho de sí. Primero, porque se dice igual en masculino que en femenino. Lo que evita que toda esta actual pandilla de cursis semi-progres que hablan en estéreo puedan establecer sus estúpidos matices de diferenciación de sexo; unos esquemas sin duda separadores que, además de bastante inútiles, son sumamente horteras, demagógicos y antiestéticos a más no poder.
Y además gilipollas también se dice igual en singular que en plural. Algo eminentemente cómodo, pues permite calificar a uno o a varios individuos de una sola tacada, cosa muy práctica, dada la abundancia de tontos y de idiotas que nos rodean. Aplicada al jefe o a los jefes, la palabra gilipollas resume de un plumazo todas las características que engalanan a muchos propietarios y directivos de empresas y de instituciones públicas, que suelen dirigir con lo que ellos llaman mano firme (pero casi siempre majadera) sus negocios o, lo que aún es peor, muchas de las entidades oficiales y políticas que son pagadas con nuestros impuestos.